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Domingo 22 de julio, 2007

LA CINEASTA FRANCESA FLORENCE JAUGEY IMPULSA UN HEROICO PROYECTO en nicaragua

Jurgen Ureña
jurgenurena@yahoo.com


En alguno de sus apasionados escritos sobre el hechizo cinematográfico, publicados al finalizar la década de los veinte, el dramaturgo y actor francés Antonin Artaud afirmaba: “El cine es la piel de la realidad”. La frase podría haber sido pronunciada en nuestros días por la cineasta Florence Jaugey, también actriz, también francesa y convencida de la íntima relación existente entre realidad y cine.

Han pasado más de 15 años desde que Florence Jaugey cultivó, en suelo nicaragüense, las primeras semillas de una filmografía privilegiada con la virtud de cautivar a propios y extraños. Sus películas han sido galardonadas en festivales de Puerto Rico, Guatemala, Biarritz, París, Huesca, Cádiz y Barcelona, entre otros. Ahora bien, si de reconocimientos y hallazgos estéticos se trata, la flor en el ojal se titula Cinema Alcázar (1998), galardonada con el Oso de Plata en el Festival de Berlín.

Como parte del ciclo audiovisual Documentos e imaginarios , organizado por el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo en San José, el pasado martes se proyectaron Cinema Alcázar , en torno a los pobladores de un cine en ruinas, y La isla de los niños perdidos (2002), sobre un grupo de jóvenes del Centro Penitenciario La Modelo.

Los entretelones de esos dos filmes y de La Yuma , su proyecto de largometraje en proceso, han propiciado una breve conversación.

¿Cómo ocurre este doble tránsito de la actriz en Francia a la cineasta en Nicaragua?

Llegué a Nicaragua por primera vez en el año 83 para actuar en El señor presidente , una coproducción de Francia, Cuba y Nicaragua, basada en la novela de Miguel Ángel Asturias. El director, Manuel Octavio Gómez, hizo el casting en París y me contrató para el papel de Camila, quizá porque sería la única actriz francesa que había leído el libro y porque mi apariencia funcionaba a este lado del Atlántico.

“Al año siguiente regresé a Nicaragua para el estreno; luego fui a dirigir un taller de teatro, dos años después participé en un documental, y al final me quedé en Nicaragua. En 1989 comencé a trabajar en Camila Films, al lado de Frank Pineda, y en 1991 hicimos un primer cortometraje con realización compartida: Muerto de miedo .

Algunos años después, usted filmó Cinema Alcázar , probablemente la película centroamericana de mayor repercusión internacional en nuestra breve historia.

Tal vez eso sea por haber recibido el premio en Berlín, que fue como la historia de la Cenicienta: nunca lo esperamos. Cinema Alcázar se hizo con descartes del largometraje La canción de Carla , dirigida por Ken Loach, y con una cámara de la Segunda Guerra Mundial que hacía un ruido de máquina de coser. Se habla mucho del cine de bajo presupuesto o pobre, y esta es una película típicamente pobre, lo que no tiene nada que ver con la actitud de muchos cineastas, que dicen: “Esto no está bien filmado porque no teníamos dinero”. Más bien, el hecho de contar con tantas limitaciones me obligó a trabajar el guión con una precisión excepcional: ¡no me podía equivocar!

¿Determinó ese proceso, de carencias, una estética particular?

¡Claro! Filmar una película con descartes, que en algunos casos tienen menos de un minuto, impide, por ejemplo, hacer planos secuencia. Además, la cámara produce un ruido espantoso y hace imposible el sonido directo; entonces no se pueden tener diálogos. Tampoco podíamos filmar más de cuatro días pues no teníamos dinero. En fin, toda la película se construyó alrededor de estas limitaciones, y esto determinó un lenguaje.

Cinema Alcázar es también singular porque gravita sobre la línea divisoria entre la ficción y el documental. ¿Qué motivaciones existen detrás de esto?

Siempre me ha interesado contar historias de vida. En 1990 entré por primera vez a ese cine en ruinas, en la zona en escombros de Managua, y me impactó mucho ver que alguna gente vivía ahí. Recuerdo a una señora, en el balcón, quien aprovechaba los últimos rayos del Sol para hacer la tarea con un niño. Cinema Alcázar está a mitad de camino entre el documental y la ficción ya que, por un lado, todo está allí reconstruido, pero igualmente está compuesto por las historias de vida que ocurren en ese lugar.

La isla de los niños perdidos representa un cambio significativo en cuanto a los recursos disponibles y la propuesta formal.

Sí. Este fue un proceso completamente distinto porque convivimos durante tres meses con los detenidos, y debimos proponer algo para permanecer durante ese tiempo en la cárcel. De allí surgió la idea de hacer un taller de video, que además creó algo muy importante en el cine documental: las condiciones para que ocurran las cosas.

“Hubo días en los que no ocurría nada, y además teníamos la tarea de transmitir un conocimiento para que ellos pudieran hacer sus películas, lo que para ellos ha sido una experiencia muy importante.

“Al principio pensé que, a los tres días, el sistema penitenciario nos iba a cortar. Entonces me dije: ‘Bueno, los muchachos pueden filmar y tendremos sus tomas’. Al final no hubo censura y pudimos filmar todo aquello que queríamos, dentro de los límites éticos que nos impusimos.

Hablemos de La Yuma , el proyecto de largometraje de ficción en el que usted trabaja ahora.

¡Es una locura! No sé qué me pasó el día que escribí esa historia, pero la haremos: comenzaremos a filmar en noviembre. Es extremadamente difícil levantar un proyecto de este nivel en Nicaragua. Llevamos diez años en este proceso y, cuando salga la película, será el primer largometraje nicaragüense de los últimos veinte años. Estamos en un desierto absoluto, especialmente en el audiovisual.

“La chispa que encendió todo esto fue el Fondo Centroamericano y del Caribe, Cinergia. A partir de su apoyo económico fue posible rescribir, buscar financiamiento, ir a Berlín, a Guadalajara y a otros festivales. De momento tenemos el setenta por ciento del presupuesto.

¿De qué trata la película?

Es la historia de una muchacha de los barrios populares de Managua que quiere ser boxeadora. La Yuma es rebelde y decidida, no se duerme en el camino, y, por casualidades de la vida, se encuentra con un joven estudiante, de clase media, con quien inicia una historia de amor. A través de los personajes, se ilustran las dificultades de la juventud en diversos estratos sociales. La cinta es un retrato de Managua, de la lucha diaria para salir adelante; pero no es triste, sino con mucho humor, pues esto caracteriza al nicaragüense: esa es su forma de transgredir la fatalidad.

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